Geopolítica de la energía
DEUSTO BUSINESS SCHOOL | 15/11/2022
Mikel Larreina Díaz
Vicedecano de Relaciones Internacionales e Institucionales de Deusto Business School.
En los últimos tiempos asistimos casi a diario a una sucesión de noticias que hubieran sido impensables solamente nueve meses antes: existe riesgo de escalada bélica en Europa, se ha amenazado con utilizar armamento atómico y se han puesto en riesgo centrales nucleares, bordeando la catástrofe; Goldman Sachs opina que seguramente Europa pueda superar el invierno sin recurrir a costes de suministro de gas; Alemania anuncia que tiene reservas suficientes si todo va bien y el invierno no es muy frío; se estudia el papel sistémico de BASF, y cómo si su producción se parase por falta de gas, se produciría una cascada de paros industriales en Europa occidental.
La invasión rusa de Ucrania el pasado 24 de febrero ha acelerado cambios profundos en el sector de la energía, subrayando la relevancia de la geopolítica. Al igual que los países árabes usaron el embargo del petróleo en los setenta tras la guerra de Yom Kippur, el acceso al gas se ha convertido en un arma poderosa en este conflicto. En primer lugar, la Unión Europea decidió en marzo, quizás precipitadamente, reducir su dependencia del gas y petróleo rusos (45% y 27% de nuestras compras, respectivamente), a realizar de forma progresiva hasta 2027. Posteriormente, Rusia se ha adelantado a este escenario, reduciendo drásticamente el suministro mientras Europa aún no cuenta con una alternativa desarrollada (la reducción en el suministro de gas ruso se prevé del 66% este año 2022), con el propósito de debilitar las economías occidentales y generar un malestar social que cuestione el apoyo a la defensa ucraniana.
La situación es ciertamente compleja, con numerosos efectos cruzados. Por un lado, países como India pueden comprar petróleo ruso a precios rebajados, y tras refinarlo acabar revendiéndolo a Europa, lo que dejaría en papel mojado el objetivo de impedir a Rusia financiar la guerra con sus exportaciones. Por otro, algunos países como Venezuela o previsiblemente Irán han recuperado el estatus de interlocutores válidos, levantándose sus embargos comerciales para poder sustituir a Rusia como proveedores. Además, conflictos enquistados desde hace décadas, como la ocupación del Sáhara Occidental, se han reactivado, en este caso por el cambio en la política oficial española con respecto a este territorio y la consiguiente reacción de Argelia (principal proveedor de gas natural de España y protectora del Frente Polisario). Finalmente, la propia Unión Europea ha experimentado serias divisiones internas entre países radicalmente opuestos a Moscú y dispuestos a mayores sacrificios (Polonia, las repúblicas bálticas), países temerosos de las consecuencias internas por su dependencia de Rusia (Alemania) o países sin alternativas viables (Hungría).
Ante esta situación, la Unión Europea ha reconocido que debe actualizar su estrategia energética exterior. Una consecuencia inesperada de este conflicto es que se acelere la autonomía estratégica europea en materia energética, profundizando en la transición ecológica y sostenible, y en la reducción del consumo. Esta apuesta diferenciaría la salida de la doble crisis actual (pandemia e invasión de Ucrania) de las respuestas a las crisis de 2007-08 o 2011-12, en las que la descarbonización de nuestra economía quedó relegada a tiempos más favorables, perdiendo un tiempo precioso.
La guerra en Ucrania y sus consecuencias nos señalan cómo se han complejizado las relaciones geopolíticas en los últimos treinta años: del fin de la historia (con el éxito global de las democracias y su economía de mercado) en los años noventa hemos pasado en este siglo XXI al cuestionamiento interno y externo de nuestras democracias. El espíritu de nuestra época (zeitgeist) es, al menos en las democracias occidentales, más bien pesimista, con una ansiedad generalizada debida a diferentes crisis permanentes (demográfica, climática, medioambiental, desigualdad económica, empeoramiento de condiciones de vida…), lo que genera incertidumbre sobre el camino a seguir y el auge de partidos populistas o incluso con reminiscencias fascistas. Esta desesperanza contrasta con la pujanza económica (al menos, aparentemente) y la visión a medio y largo plazo de regímenes autoritarios como China. Así, la población africana, en diferentes encuestas recientes valora el modelo económico chino y sus inversiones en el continente mejor que las inversiones estadounidenses o europeas. En un contexto de competencia por el acceso a las fuentes de energía, esta desafección africana (causada por la política colonial y postcolonial europea) es otro motivo de preocupación.
La real politik entiende que los países no tienen amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes, cuya consecución puede a lo largo del tiempo perseguirse de una u otra forma. Esta forma de ver el mundo permite que la Unión Europea haya sustituido en parte el petróleo ruso por el saudí, obviando la destrucción provocada por este país en Yemen, o su régimen interior despótico y criminal, del que el caso Kashoggi es un buen ejemplo. El petróleo y el gas comprados por Europa han financiado muchas guerras antes que la de Ucrania.
Sin embargo, los grandes retos en nuestro horizonte exigen una mirada nueva, o al menos con intereses a largo plazo y globales. En 2011, Rodrik planteó en su paradoja de la globalización el siguiente trilema: no se pueden conseguir tres objetivos simultáneamente: sociedades hiperglobalizadas, democráticas y con soberanía nacional. Solamente es posible combinar estos objetivos por parejas (o, incluso, solo tener uno): nuestra respuesta ha sido la integración europea y apostar por una gobernanza global (superando por el momento el boicot de movimientos centrífugos como el Brexit, o de regímenes iliberales como la Hungría de Orbán). Al mismo tiempo, otros actores globales están rescatando de forma más o menos explícita una visión imperial, en la que solo unos pocos países gozan de auténtica soberanía nacional, en general con regímenes hipercontrolados y sujetos a las veleidades del líder.
Apenas quedan 2.600 días para 2030, para cuando habremos debido bajar al menos un 45% nuestras emisiones de CO2 (un reto descomunal). Es poco tiempo para descarbonizar nuestra economía, y reducir los gastos energéticos superfluos. La buena noticia es que mantener un planeta habitable nos permitirá proteger nuestra democracia dotando a Europa de una mayor autonomía política internacional y evitando dependencias indeseables.